miércoles, 6 de mayo de 2009

ROJO, VERDE…ROJO.


Era temprano por la mañana pero el tránsito vehicular ya comenzaba a ponerse pesado. Ajustó de nueva cuenta el espejo retrovisor y metió primera. El semáforo se perdió de vista en el instante exacto cuando este mutaba del introvertido amarillo al inflexible rojo. Un claxon sonó atrás para perderse en la lejanía. Un automóvil lo rebasó al doble exacto de la velocidad que el mantenía y se alejó zigzagueando entre otros carros allá adelante. Alguien se atrevió a pitarle y asomó la mano en una especie de saludo deforme, pero nada más.

A modo de copiloto viajaban dos botellas gemelas de plástico, llenas de un líquido naranja. Bailaban lento y silenciosas; en vaivén hipnótico a lo largo de todo el asiento. Comenzaron a transpirar. Encendió el estéreo. Sin mirar el reproductor adelantó varias canciones hasta la deseada. La repitió varias veces; sólo para aquella estaba del humor correcto.

Otro semáforo.

Rojo. Como una negación de su ser. Dios diciéndole al oído: tú no.

Apenas se hubo detenido un muchacho saltó hacia el panorámico con instintos depredadores ya olvidados por el hombre. Con una franela, alguna vez antes de Cristo roja, comenzó a limpiar el cristal apuradamente con movidas circulares. Mientras; dentro del vehículo, el otro joven buscaba algo dentro de las bolsas del pantalón. Rozó una moneda con la yema del dedo medio, pero no pudo avanzar más - ¡coño! – se dijo entre dientes. Sacó la mano y removió algunos papeles en la hendidura junto a la palanca de velocidades. Peinó con la vista las nuevas partes descubiertas.

Verde.

Con un ademán y sin pronunciar palabra alguna le entregó una vasta explicación que llevaba por título Para la otra al muchacho del cruce. Este acepto aquél monólogo mímico de un movimiento. Sacudió su trapo de un sólo jalón y, sin replica alguna, se dio media vuelta. Un espectro de polvo se desvaneció rápidamente a sus espaldas.

Tramo largo.

Aceleró, comenzaba al fin a recuperar el tiempo perdido. Súbitamente, un rayo de luz lo golpeo en la cara; culpa de una ligera curva en la calle que finalmente lo puso exactamente de frente al sol. En acción defensiva y natural de un hombre a punto del Knock Out, bajo la visera. Varios papeles se dejaron caer de ella, todos en movimientos dispares, trazando garabatos y figuras indescifrables. Los más nobles se entregaron a las piernas del conductor como niños asustados corriendo a la seguridad del padre luego de que una travesura ha salido mal. Los rebeldes, por su parte, huyeron furtivos, escandalosos; bajo el asiento y entre los pedales.
Sin embargo, el cabecilla del motín, un recibo de la luz aún no pagado, fue más atrevido todavía: se lanzó a la cara del conductor para luego aprovechar la corriente de aire y escapar por la ventanilla. Sin percatarse de la exitosa fuga, el conductor soltó un -¡puta! al contemplar el desastre. Aprovechó la proximidad de un nuevo cruce para disminuir la velocidad y recoger todo lo que pudo.

Marcha lenta.

Pasó el tope que precedía ceremoniosamente la intersección, cual criado anunciando la llegada inminente de algún noble. No hubo inclinaciones de cabeza.

Comenzando esta nueva esquina se formaba un cuello de botella que únicamente permitía el paso de un automóvil a la vez. Aceleró desenfadadamente al tiempo que, más adelante, un hombre trotaba apresuradamente junto a su bicicleta, tratando de cruzar la calle. Se vio obligado a reducir la velocidad de nueva cuenta. El hombre atravesó la calle hasta un punto donde los carros estacionados le bloqueaban el camino. Al pasar junto a él, el joven lo siguió con la mirada hasta donde el ángulo natural de su cuello se lo permitió, luego de nueva cuenta, aceleró. Esta vez, por fin, ante la calle despejada. El escape bramó por el repentino cambio de velocidad. Al mirar por el retrovisor observó que el hombre de la bicicleta había encontrado refugio entre dos autos y únicamente su bicicleta asomaba un poco, marcando la línea divisoria entre él y los carros en movimiento.

Un golpe seco en la parte delantera del coche le hizo volver la mirada al frente, sólo para toparse con un panorámico destrozado y oscurecido.

Frenó.

El bulto retrocedió, se deslizó sobre el capirote y cayó al asfalto acompañado de un sonido hueco que nada más los neumáticos delanteros alcanzaron a escuchar.

El cristal, como adornado por decenas de telarañas sobrepuestas se negaba a desmoronarse. El epicentro del golpe estaba coronado con una mancha carmesí traslucida y adornado con un caos de vidrio y astillas.

Respiró, pero le fue imposible tomar mucho más aire del que hubiese deseado. Al frente: la imagen rota del mundo; sucio, sangriento e irreparable. Atrás, mirando por el retrovisor, las personas comenzaban a bajar de sus automóviles, todos fantasmas de una fotografía nítida de alta resolución que le indicaba que todo estaba bien.

1 comentario:

  1. Un buen cuento, master. Tuve el privilegio de leerlo antes de la publicación. Qué bueno que está al aire. Saludos

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